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Me disgustas Residentes de Ancón

Publicado: 2013-04-01

El otoño en la playa es delicioso.

En la bahía de Ancón el océano se luce aún más pacífico, tenemos una vista apaisada desde casa, barquitos y botecitos que parecen de papel. También vemos apus orondos cuyas laderas dan hogar a cientos de familias. Las luces al anochecer crean sorprendentes diseños, más cerca, algunos edificios, otras casas, el viento fuerte anuncia su presencia, las flores y aves siempre bienvenidas. La visión es amplia, una se siente cómoda y contenta. El álbum de figuritas se completa con personas que la distancia minimiza y pareciera que clona. Se deslizan por la arena, mar y por esa larga banda llamada malecón. Hasta aquí, narro desde una clásica terraza, estoy invitada a pasar el fin de semana en casa de la familia de D.
 El día 1 el mar, cual tacita de te vintage, se portó de maravillas y la vida es una sonrisa. Esto es Ancón, recuerdo que a principios de temporada un video agresivo dio varias vueltas en el Facebook y en medios informativos, lo que generó una múltiple ola de rechazo. El día 2 mis amistades se declaran en huelga marina y yo me embarco sola a la aventura.

El asunto es así. La playa es grande, pero en temporada alta el cupo siempre colapsa, entonces algunos propietarios de esos barquitos que veo desde la terraza y que no son de papel, y que más bien se llaman lanchas o yates se organizan eficientemente. Imagino que desearían levantar una muralla como la de los socios del vecino club, pero todavía no lo hacen. En cambio han sembrado varias sombrillas y contratan a jóvenes vigilantes, que lucen unos polos con un membrete en la espalda: RESIDENTES DE ANCÓN. Estos chicos tienen la orden de desalojar a todo aquel que no tenga pinta de socio de las sombrillas. Como estamos en una estación de transición, los veraneantes van tomando otros rumbos y en la playa hay varias sombrillas libres.

En casa de D hay una sombrilla comprada por su abuela hace como 30 años. “Es de Bancarto! “ cuenta mi anfitriona. Está como nueva pero pesa mucho y no me animo a llevarla conmigo. A sabiendas, me ubico en la zona fronteriza y, tal como imagino, no tengo ningún problema con los jóvenes trabajadores.
 De hecho, veo a los chicos hacer eficientemente su labor y desalojar a tres grupos de familias. Nadie replica, todos obedecen. Los vecinos playeros, miran de lado. Mi incomodidad empieza a subir de nivel. El mar, a temperatura de ártico, y yo no empatamos hoy día. Entonces, ya que el agua congela mis huesos, decido ir a alquilar un kayak a la zona de los anconeros no residentes. Me embarco con Diego, mi guía, un chico de 15 años residente del pueblo de Ancón, que al parecer no es lo mismo que decir la bahía..... Quiero disfrutar y me concentro en la aventura kayakera. De alguna manera me alegra sentir que todos podemos disfrutar el mar por igual, aunque sea una ilusión. Diego empieza a hacerme algunas preguntas, y como también me da curiosidad le respondo unas y otras un poco más fluidas. Finalmente,  dice el jovencito: ‘Ya se acaba la temporada y necesito seguir trabajando quiero ir al instituto el próximo año ¿Usted cree que podría preguntarle a su amiga si no necesita un chico que le limpie la casa?’. Un poco sorprendida le respondo que en casa de D hay una señora,  que tiene ese trabajo. El paseo acabó, le agradecí por su compañía y decidí, a pesar del frío, meterme un chapuzón en el mar,  para lo cual regresé a la zona de las sombrillas.

Ni bien tomé un espacio de arena al sol (sabía que iba por unos minutos, era tiempo de volver a casa, ya tenía cansancio y hambre), sabía de sobra que la cosa no iba muy grata por allí. Rápidamente se me acerca uno de los jovencitos que lleva el polo marca Residente -no tendrá más de 18 años, calculo- me pregunta muy seriamente qué a qué familia estoy invitada, porque esas sombrillas (un tronco de madera y una paja seca) tienen dueño y esta prohibidísimo utilizarlas. Entonces sonreí y le dije: ‘Fíjate bien que no ocupo tu sombrilla y si tiene dueño puedes cargarla y llevártela, que yo estoy en la playa y aquí nadie es dueño de la arena ni del mar’. ‘No se moleste, yo  estoy haciendo mi trabajo, cumplo órdenes’. ‘Ya lo sé’, le digo. ‘Pero tu trabajo es discriminante, no puedes estar botando a la gente de la playa, ¿te das cuenta de lo que haces? ‘Es mi trabajo señora’ se mantiene de pie a mi lado, no se si orgulloso o desafiante. Esta conversación no tiene futuro... pero me sorprendo terca, y le lanzo otra mirada desafiante. Cuando de pronto dice: ‘comprenda, este es mi trabajo, con este dinero puedo darle de comer a mi perro, ¿sabe que tengo un perro en casa que depende de mí?’. Su voz suena complicada empiezo a sentirme terrible y enmudezco. Antes de darse media vuelta y marcharse, vuelve a hablarme. ‘Discúlpeme, señora, discúlpeme’. Lo miro a los ojos y le hago una seña pacífica ‘Discúlpeme, señora’, dice por tercera vez.

Para colmo debería asarme por tanta señoreada.


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